Mi abuela Esther leyó muchos libros. Posiblemente más de los que voy a llegar a leer porque, aunque intento hacerlo todos los días, me desconcentro bastante seguido y cada frase me lleva a abrir miles de pestañas mentales que nunca termino de cerrar. En cambio, ella leía rápido. Y lo hacía con mucha precisión, con una mirada juiciosa bien propia de su carácter de docente y directora de colegio, exigente pero también llena de ternura y humor.
Durante años mantuvo un hábito que siempre me llamó la atención: registraba y enumeraba en cuadernos amarillos de tapa dura cada una de sus lecturas. En su biblioteca había decenas de tomos donde anotaba título, autor y argumento. Renglones y renglones de elogios y criticas justificadas a la trama y a los personajes. Las últimas dos columnas de cada hoja las destinaba a comentarios personales y un puntaje final.
Hace unos meses, después de su muerte, como yo estaba lejos, mi mamá me preguntó si quería que guardara algo en especial de sus cosas. Le pedí los cuadernos amarillos. Siempre supe de su existencia y mi abuela me decía, una y otra vez, que si en algún momento no sabía qué leer podía consultarlos. Pero hasta ese momento nunca lo había hecho. Encontrarme en la actualidad con el contenido de esas páginas, me permitió descubrir una parte de ella que no conocía.
Registro. Esther, la abuela de Magdalena Macías, mientras dejaba constancia de sus vivencias y lecturas.Si bien empezaron siendo un espacio para registrar y opinar sobre sus lecturas, con el paso de los años se convirtieron en un diario donde quedaron guardados sus viajes por el país, los eventos familiares, las reuniones con amigas, los recuerdos de la infancia, las charlas con los dueños del almacén de la esquina, las conversaciones con los vecinos. Su mirada sobre la cotidianeidad de la vida, sus pensamientos y sentires sobre el amor, la muerte, la política, el trabajo y la familia.
Algunas preguntas que quedaron dando vueltas en mi cabeza encontraron respuesta en estos cuadernos. A su vez, me permitieron repensar las certezas que tenía sobre su personalidad y su carácter. Hoy, gracias al encuentro con estos registros de tinta y papel, puedo conocer una parte de su mundo interno, uno mucho más rico y abundante que el compartido con los demás.
En mis recuerdos como su nieta, nunca intentó ni logró acomodarse a los estereotipos clásicos de abuela: cocinaba bastante mal y con pocas ganas, no nos compraba regalos o golosinas, hacía trampa en todos los juegos de mesa y se le agotaba rápido la paciencia con las tareas de matemática. Le gustaba cortar el césped, subirse al techo a podar una enredadera, llevar el auto a arreglar, participar en política y pasear sola en bicicleta por el pueblo. Si bien no era muy accesible emocionalmente, a su manera —quiero decir, a través de formas menos convencionales de cariño y cuidado— supo acompañar y estar presente para las personas a las que quería.
Juntas. Magdalena Macías, de pequeña, disfrutaba pasear con su abuela en el parque de Lincoln.Durante nuestra infancia, con mis primos y mi hermano le regalábamos dibujos o cartas breves de amor que nunca estuvieron colgadas en la heladera como solía ver en la casa de abuelos de algunos amigos, ostentándose como trofeos. Mi abuela solo nos decía “Macanudo, macanudo, muchas gracias” y pasaba a otra cosa. Ahora sé que esos dibujos no iban al fondo de un cajón o a la basura, sino que ella los guardaba entre las páginas de sus cuadernos, como se guardan las flores para que se sequen sin echarse a perder.
Todas las tardes después del colegio, iba a visitarla a su casa y a merendar. Solía encontrarla en su cama en el medio de la siesta, con un libro abierto, la luz prendida y los anteojos caídos sobre la nariz. Cuando la despertaba, ella necesitaba unos minutos para retomar la historia de turno y escribir algunos apuntes. Pasó el tiempo y la televisión empezó a robarle horas del día a la lectura, pero este ritual analógico siguió vigente, resguardado del avance de la tecnología.
En su living tenía una colección grande y variada de libros, pero también leía muchos de la biblioteca municipal de Lincoln, donde era conocida y querida por todas las bibliotecarias. A veces devoraba los préstamos con tanta velocidad que al día siguiente ya estaba buscando nuevos. En otras ocasiones, los devolvía tarde y se justificaba diciendo que, si alguien quería leerlos, le hacía un favor al retenerlos porque no valían la pena.
Aunque nuestros gustos literarios eran notablemente distintos, siempre le recomendaba libros y me agradecía, sin dar su opinión. Hasta hace poco no estaba segura si realmente alguna vez había leído mis sugerencias, pero en uno de esos cuadernos encontré esta anotación: “Es un buen escritor, según dicen. Ganó muchos premios y tiene prestigio, pero a mí me pareció un charlatán”, y agrega un poco más abajo (como si supiera que años después yo iba a leerlo) “igual le tengo cariño porque me lo recomendó mi nieta”.
Hoy entiendo que la intimidad con sus libros y cuadernos habilitaba para ella un espacio donde desplegar su sensibilidad, que no se manifestaba con tanta libertad afuera. Después de leer a Ángeles Mastretta escribe: “Esta autora me hace pensar en el paso del tiempo, en cómo las cosas se van terminando o desapareciendo. La decadencia de los electrodomésticos de mi casa me pone mal, todo está más viejo, más roto, más sucio que ayer”.
“¿Cuándo fue la última vez que lloraste?” pregunta un personaje a otro en un libro. Mi abuela contesta en su cuaderno: “ahora”. Yo nunca la vi llorar.
Descubrir esas hojas llenas de opiniones y reflexiones que mutaban y se contradecían en el tiempo, me permite imaginar conversaciones que quizás por la diferencia generacional, mi timidez y la estrechez de sus palabras, nunca llegaron a existir entre nosotras. La literatura y su efecto en mi abuela, sumado a su decisión de registrarlo y permitirse pensar su día a día a partir de cada libro, dejó un diálogo abierto que permanece incluso más allá de su existencia.
En los últimos años y de manera progresiva, su vida empezó a rebobinarse. Ya no podía sostener una conversación actual con fluidez, pero sí lograba enumerar el nombre de todos sus alumnos del colegio rural, para después también olvidarlos y confundirlos con sus hermanos o sus propias compañeras del instituto pupila en el que vivió durante gran parte de su infancia. Como si toda la información que almacenaba empezara a colisionar, como decía Borges, en pequeños instantes de vértigo en los que el pasado y el presente se confundían. Dejó de hacer muchas de las cosas que le gustaban y de estar en contacto con personas que quería. Las meriendas en su casa se volvieron más breves y silenciosas. Pasaba la mayor parte de sus días en su habitación leyendo y las visitas a la biblioteca municipal se volvieron nuestra actividad compartida principal. Antes de ir, ella revisaba sus cuadernos para asegurarse de no tomar prestados por accidente libros que ya había leído; o volvía a sus anotaciones cuando de repente se daba cuenta que ya conocía la historia con la que estaba entusiasmada.
A medida que el deterioro cognitivo ganó terreno, ya no podía leer con la velocidad que lo hacía y los libros empezaron a formar una montaña sobre la mesa de luz. Los días de sol, me sentaba abajo de la parra del jardín a leerle partes de historias que sabía que alguna vez había disfrutado. Ella me agarraba las manos, sin decir nada, y me miraba con sus ojos cansados, pero todavía intensos. No me hacía falta saber qué escuchaba o qué veía en mí, porque durante esos ratos, lo único importante era la lectura, que nos servía como puente para llegar a la otra. O al menos a mí para llegar a ella.
En las últimas páginas de sus cuadernos, cuando todavía podía escribir, dejó plasmado anécdotas y pensamientos que de alguna manera siento que completan la parte de su historia que quedó en silencio con la aparición de los problemas de memoria y su demencia definitiva posterior. Parecen también un anticipo al futuro, como si siempre hubiera sabido que no se puede confiar en los recuerdos. Los cuadernos se transformaron en su disco rígido, en una unidad de almacenamiento externa para reforzar la propia cuando empezó a fallar. Entre las hojas hay papeles más pequeños con recordatorios, contraseñas, fotos con los nombres escritos encima de cada familiar, recetas que antes sabía a la perfección, pasos a seguir para poner una película en Netflix, cumpleaños, números de teléfono. Me gusta pensar que contienen algo de mi abuela adentro. Sus anotaciones más recientes, escritas con una letra cada vez más débil, son para mí un ejército minúsculo de resistencia a la erosión de su mente, sus soldados desplegando todo el armamento posible por mantener a salvo una parte de ella y de su contacto con los demás.
Los cuadernos son un registro de su paso por este mundo. Leerlos me dio la posibilidad de ver la parte de abajo del iceberg de su vida, una parte que muchos no llegamos a conocer en profundidad. La acompañaron y mutaron con ella a lo largo de su juventud, su adultez y su vejez; contienen sus cambios, su singularidad, revelan los permisos que se daba en la privacidad con las palabras. Hay partes que decidí no leer, me parece justo que algunos secretos queden guardados en esos rectángulos amarillos.
Desde que vivo en Madrid, soy socia de la biblioteca pública. Pido libros prestados que vienen con un papel pegado con cinta en la parte de atrás y un sello que indica la fecha de devolución. A veces también los retengo, porque no llego a terminarlos o para hacerles un supuesto favor a otros lectores. Compré mis propios cuadernos, donde ahora anoto mis lecturas y las historias escritas por otros que acompañan y atraviesan permanentemente mis días. Supongo que se transformarán también en un registro de mi vida. O en un lugar donde plasmar algo más que lo que me permito exteriorizar, aunque no sea extraordinario ni particularmente genial. Mi abuela me enseñó, con sus cuadernos, que el olvido es una amenaza poderosa, pero se pueden construir trincheras donde guardar lo que no queremos que se pierda, atesorarlo y cuidarlo del desgaste del tiempo.