Las infancias de hoy no son las mismas que las de ayer. Cambió el contexto y el tiempo se subjetiva distinto. Hoy, los chicos/as crecen en un entorno que está cargado de estímulos, hiperconectado y acelerado, donde los vínculos y las formas de aprendizaje se sumergen en la era tecnológica. La trama de “Adolescencia”, la serie británica de Netflix, enhebra estas cuestiones y expone la importancia de la figura parental, encendiendo el contrapunto entre modelos de crianza: ¿autoritaria, permisiva o respetuosa?
“Las reglas del juego son otras, y por eso también tiene que modificarse nuestra forma de acompañar a los menores. Lo que necesitan sigue siendo lo de siempre: amor, límites, seguridad y mirada. Pero tenemos que usar las herramientas de hoy: educar implica más escucha y presencia (no sólo física), menos recetas automáticas”, postula Lourdes Gelay, psicóloga clínica y perinatal.
Sin dudas, la crianza desde la primera infancia tiene un peso central (aunque no determinante) en la forma de ser, de sentir y de actuar durante la adolescencia. Los primeros años de vida representan un período clave en el que se forjan las bases emocionales, vinculares y cognitivas que acompañarán a esa persona el resto de su vida. Así lo interpretan los expertos consultados.
“Cuando en una etapa temprana hay falta de límites, sobreprotección, desinterés emocional o incoherencia en la crianza, es probable que en la adolescencia aparezcan conductas de riesgo: impulsividad, necesidad constante de aprobación, dificultad para manejar el enojo o el dolor, problemas de autoestima y/o consumos problemáticos”, debate Pablo Rossi, director de Fundación Manantiales.
Castigar y retar: ¿es violencia?
Maritchu Seitún es psicóloga, especializada en orientación a padres. Prefiere hablar de consecuencias y no de castigos o penitencias. “La violencia está en la forma, en el abuso de poder cuando el otro no puede defenderse, pero los adultos cumplimos deberes de cuidado. Ponemos límites y nos ocupamos de que se respeten o se padezcan las consecuencias. La mayoría de las veces que terminamos enojados es porque no nos ocupamos de que nos hagan caso en el primer o segundo llamado de atención y los chicos se acostumbran a obedecer cuando gritamos o amenazamos”, expone en diálogo con Clarín.
Gelay es enfática con este tema. Plantea que un reto y un castigo son cuestiones muy diferentes. “Ser estricto no es violencia. En la crianza surgen situaciones de desborde. Retar es algo frecuente para marcar un mal accionar que involucra a la autoridad que tenga el adulto, pero en el castigo se juega una falta de límite (propio) para poder retar sin hacer padecer al otro”, razona.
Para que no sea violencia, Rossi detalla que el reto no debe hacerse desde la bronca ni desde la descarga emocional. “Tiene que adaptarse a la edad del chico y representar un aprendizaje. Implica acompañarlo en el malestar, sosteniendo la norma, es decir, poner un límite con afecto y firmeza”, valora.
¿Cuándo se considera violencia? “Cuando abarca gritos, insultos, humillaciones o amenazas, los cuales deterioran el vínculo y dañan, sin dejar ninguna enseñanza”, responde ante la consulta de este medio.
Crianza autoritaria vs. crianza permisiva
Las infancias de antes estaban reguladas con retos y amenazas, pero ahora el paradigma se inclinó hacia el respeto. “Hoy entendemos que un niño es una persona que debe ser escuchada y que merece ser atendida”, explica Seitún.
Entonces, ¿qué es lo correcto? ¿Ser estrictos para que nos respeten o ser comprensivos para no dañar?, se preguntan los padres. Seitún refiere que lo mejor del autoritarismo es la firmeza, pero dice que falla en el modo porque le falta comprensión. En cambio, los permisivos comprenden, pero no ponen límites y dejan a los chicos a la deriva.
Por su parte, Rossi plantea que un modelo de crianza basado en límites autoritarios se enfoca en la obediencia, muchas veces, desde el miedo. “Puede parecer efectivo en el corto plazo porque el adolescente cumple las reglas, pero a un costo alto: se siente inseguro, resentido y, cuando puede, se rebela”, evalúa.
Por ello, las fuentes acuerdan que la crianza respetuosa con límites claros toma lo mejor de cada modelo para acompañar, contener y establecer normas desde el respeto y el vínculo. No se trata de dejar hacer todo, sino de enseñar qué sí, qué no y por qué.
“Los adolescentes necesitan saber que alguien los sostiene, incluso cuando se equivocan. Este tipo de crianza requiere más paciencia y presencia, pero deja una huella: fortalece la autoestima, enseña a tomar decisiones y a hacerse cargo de las consecuencias”, reseña Rossi.
Y Gelay focaliza en la urgencia de reflexionar sobre las adolescencias para que “no queden a la intemperie del mundo mercantil que solo los quiere como consumidores, en el sentido más amplio y cruel”.
La importancia de «poner límites»
Tienen mala prensa, pero los límites cuidan y fortalecen una personalidad segura. “Los adolescentes no tienen la madurez ni el criterio para tomar buenas decisiones. Tampoco, la fortaleza para hacer lo que corresponde. Necesitan de nuestra presencia y sostén con límites que validen sus deseos, sentimientos y pensamientos”, define Seitún.
Es que los límites son fundamentales porque brindan estructura, sostén emocional y sentido de orientación en una etapa marcada por la búsqueda de identidad, la rebeldía y el deseo de independencia. «Aunque protesten y desafíen, el hecho de saber que hay un adulto que sostiene, que no pierde el control y que se mantiene coherente les da una base sólida desde donde crecer”, refuerza Rossi.
Entonces, los límites no son sinónimo de autoritarismo sino señales que marcan “un hasta acá”. Pero, ¿qué sucede cuando no llegan a tiempo? “Terminamos bajándoles la autoestima con nuestro enojo porque no les enseñamos a salir de la posición de ‘su majestad el bebé’ para convertirse en integrantes de la sociedad y aprender a esperar, a esforzarse, a frustrarse, a tolerar y a sobreponerse a los dolores inevitables de la vida”, argumenta Seitún.
Por eso, Gelay especifica que la falta de límites no significa que el niño pueda hacer todo sino lo contrario. “Al no haber un marco, queda rebotando sin posibilidad de encauzarse en el otro y desde ahí crecer. Los límites se construyen junto al otro y el adulto es quien debe llevar las riendas”, insiste.
Entonces, ¿cómo se forma una personalidad segura? Con adultos presentes que no teman ser “los malos” por cuidar. Con normas claras que enseñen a esperar, a tolerar frustraciones, a asumir responsabilidades y a confiar en que pueden manejarse solos porque alguien les mostró cómo. Así lo conceptualiza Rossi.
Y marca que una personalidad segura no nace de tenerlo todo permitido, sino de haber aprendido a atravesar el “no”, sin dejar de sentirse valioso. “Los padres que no ponen límites, estafan literalmente a sus hijos”, subraya.
Si la familia crió “igual” a sus hijos, como se interpelan los padres en la serie, ¿por qué dos hermanos pueden seguir caminos tan diferentes? La inquietud es frecuente también en los consultorios de los especialistas. La respuesta está en comprender que la crianza no es el único factor que forma a una persona.
“Aunque los hermanos compartan el hogar, los padres y las mismas normas, cada uno vive, interpreta y responde a esas experiencias de forma distinta porque cada individuo es único”, descifra Rossi.
Consejos para padres
No hay recetas mágicas, pero sí actitudes, enfoques y herramientas que pueden hacer una gran diferencia en la relación entre adultos y adolescentes. ¿Cuáles?
- Mantener la calma.
- Poner límites claros y sostenidos con afecto. Escucharlos sin hacer valoraciones (preguntar más y hablar menos porque cuando se sienten escuchados es más fácil que escuchen al adulto también).
- Validar sus emociones aunque no se compartan sus decisiones (decir “entiendo que estés enojado” o “me doy cuenta de que esto te frustra” no es ceder sino que es mostrar empatía).
- Dar ejemplo: si el padre pide respeto, pero grita, o habla de equilibrio pero vive con estrés, el mensaje no llega.
- Estar disponibles, sin invadir (a veces se aíslan, pero internamente siguen necesitando una guía, contención y una mirada adulta).
“No se trata de ‘culpar’ sino de entender que la prevención de ciertas conductas empieza mucho antes de la adolescencia. El afecto no malcría. La coherencia educa. La presencia sostiene”, concluye Rossi.
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